
¿Y si no lo consigo? ¿Y si me pasa algo? La voz que plantea estas dudas no te acompaña mientras das un paso adelante, sino que te paraliza para que ni siquiera lo des. Te anima a actuar solo cuando alcances la certeza en la incertidumbre que define a los vivos. O sea, nunca. Dejarse aconsejar por esta voz es perder la partida antes de jugar. Cuesta remoldear los caminos tan agresivamente trazados, pero es posible disipar al menos parte del miedo planteando otra pregunta tan potente como la primera: ¿Y si no pasa nada? ¿Y si sale bien? ¿O acaso te has olvidado de ese otro 50%?
Toca dejar de restar importancia a nuestros objetivos y de decirnos que, bueno, tampoco pasa nada si no los conseguimos. Si no, se corre el riesgo de que el autoengaño sea tal que llegue a convencernos de que tampoco pasa nada si ni siquiera lo intentamos. No. Toca coger de la mano y arrastrar cariñosamente por el fango al yo miedoso para demostrarle que no todo vale en nombre de esa idílica tranquilidad que promete a cambio de la inacción. Si algo da miedo, lo hacemos con miedo, no dejamos de hacerlo.
Del mismo sitio que nace la voz que te prefiere paralizada sale la que te da las fuerzas que necesitas para romper la maldición. ¡Y pensar que aún hay quien no sabe de qué le suena esa voz…! Es la suya y, quien no la oye, es porque al asomarse a su interior solo ve una habitación a oscuras y decide cerrar la puerta, dándola por vacía, sin pensar que «solo» le falta dar la luz. No existe en el mundo una habitación vacía, solo bombillas fundidas o casquillos rotos. Qué pena observar a quienes deciden caminar a tientas por la incertidumbre solos, sin ni siquiera su propia compañía.