Mayo de 2020, Castellana, Madrid. Foto propia.

Cierro los ojos. 3 años.

Suena el despertador. Abro los ojos. Hora de levantarse. Remoloneo un poco más. No puedo llegar tarde al trabajo. Tardo cinco segundos desde mi cama. Me levanto. Me desperezo. Directa al desayuno. La rutina me mantiene cuerda. Meto el pan en la tostadora. Ya solo quedan dos rebanadas. Mañana tendré que salir. “Salir”. Qué palabra tan terrorífica. Intento espaciar los viajes al súper para no contagiarme. Bueno, para ser sincera, a veces voy un poco antes de lo estrictamente necesario con tal de ver gente. Necesito saber cómo es la realidad en realidad, no a través de la tele. Saltan las tostadas y me devuelven a mi realidad: estoy sola por vigesimoquinto día consecutivo sin vistas a que nada cambie. Sola pero sana, me esfuerzo por mantenerme positiva. Me sirvo un vaso de leche.

Dicen en la tele que el aumento de contagios es prácticamente una línea vertical en las gráficas. No quiero salir de casa. Me muero por salir de casa. Intento distraerme untando la mantequilla y la mermelada. Recorro los dos metros que separan la cocina del salón en este espacio diáfano que se ha convertido en mi refugio-atalaya. ¿Cuánto tiempo quedará? ¿Conseguiré no perder la cabeza? ¿Qué nos deparará el futuro? ¿Habrá un después o será así para siempre? No tengo experiencia con pandemias y mi cabeza se va automáticamente a las películas en las que un virus como este es el principio del fin de la humanidad.

Intento espantar el bucle de dudas mordiendo la tostada mientras miro por la ventana, lejos. Dicen los oftalmólogos que la vista de mucha gente está empeorando al no tener horizonte al que mirar. No sé si es simbólico: yo veo la línea de edificios de Madrid desde la ventana, pero tampoco distingo ningún horizonte. Miro fuera. El ángulo me impide ver lo que ocurre dentro de ninguna de las casas que me rodea. Solo llego a ver sus ventanas o, como mucho, el reflejo de la tele encendida por las noches. Ahora, por la mañana, no se oye nada de lo habitual. Ni un claxon, ni a los niños entrando al colegio de al lado, ni el ascensor, nada. Solo ambulancias. La muerte pasa en ambulancias blancas… Pongamos que hablo de Madrid.

Vistas de Madrid durante el confinamiento
Marzo de 2020, mis vistas, Madrid. Foto propia.

Respiro profundo varias veces con los ojos cerrados, señal que mi cerebro parece haberse acostumbrado a interpretar en este último mes como la luz verde para llorar un buen puñado de lágrimas mañaneras. Dejo que salgan, no hay nadie ante quien tenga que guardar el tipo. Nada que fingir. Modo supervivencia. Mejor fuera que dentro. Un par de minutos después entro en la ducha, me peino e intento cambiarme de pijama si ya llevo unos días con el mismo. No tengo lavadora, así que sé que pronto tendré que bajar a la lavandería. En la escala de lo emocionante-terrorífico, ir a un súper más lejano del que debería e ir a la lavandería está en los primeros puestos (¡es mínimo 1 hora fuera de casa si secas la ropa!).

Me siento ante el ordenador, lo coloco simétricamente con respecto al reposamuñecas, el ratón y el teclado. Mi sensación de control en mitad del caos. Coloco también los cojines. Espalda recta. Me conecto, miro el correo. Hay bastante trabajo, menos mal. Eso significa que pasaré varias horas enfrascada entre proyectos y llegará la hora de comer sin apenas darme cuenta. Otro pequeño pulso ganado al tiempo. Chúpate esa, COVID. Llega la hora de comer. Paro y me obligo a ver algo tipo Friends. Al acabar, friego los cubiertos, el vaso y el cuenco y los coloco en el escurreplatos. Simétricos, todo bajo control. Vuelvo a la silla, vuelvo a enfrascarme.

Hoy es viernes, así que toca esperar 6 días para la videollamada de los jueves con mis compañeros de trabajo. Me da la vida. Fue idea de Caroline. Hoy estoy bien porque esta noche tengo concierto. Dos, de hecho. Me conectaré a las 21:15 a uno y a las 21:45 al otro. Quizá use dos dispositivos y así no me pierdo ninguno de los dos. FOMO hasta así. Llegan las 18:00. He cumplido, cierro el portátil. Lo recojo todo, ya que mi escritorio es también donde como, dibujo, escribo… 25 metros cuadrados no dan para mucho, pero todo es plegable. Esparzo los lápices y las hojas en blanco sobre la mesa sin ton ni son. Pongo música. Simetría cero. Se adueña del resto de mi tarde mi hemisferio favorito.

No me equivocaba: llegan las 19:59 sin apenas darme cuenta.. Me levanto deprisa, hoy quiero llegar pronto a La Cita. Es la hora de aplaudir. Me asomo al balcón. Empiezan a oírse, como las primeras gotas de lluvia. Uno, dos, cinco, diez balcones. A diferentes distancias. Hace eco en algún patio. Miro de reojo el paquete de clínex, preparado para su cometido como todas las noches. Aplaudo y lloro: emoción, miedo, alegría (de estar viva), tristeza, incertidumbre, dudas. No me oculto. Nunca he llorado tan libremente. Nunca he estado en público tan en privado. Poco a poco se apagan los aplausos. Se quedan uno o dos, los últimos, estirando el momento para que no se acabe. Cierro la ventana.

Abril de 2020, mis vistas de noche, Madrid. Foto propia.

Empiezo a cocinar algo aún con la cara salada. Aprovecho para cortar cebolla. Me dan las 21:00. Lucho para no encender la tele. Es tan tentador saber que en este mismo instante están poniendo imágenes del mundo exterior, de otros países incluso, y diciendo si hay algún avance. No. NO. No la enciendas, ya sabes cómo te pones. Cubro la pantalla con trapos como si no confiara en mí. Cinco minutos después cedo a mi adicción. Tenía razón. Me arrepiento al instante: el Palacio de hielo, los sanitarios, la lentitud de las vacunas, corrupción de mascarillas, la información en manos de alguien que se atraganta con unas almendras. El mundo se va a la mierda. Apagado enfadada conmigo más que con ellos.

¡Ah, espera…! ¡Conciertoooo! Se me dibuja una sonrisa. Esto es una montaña rusa. Me conecto rápidamente. Lloro de nuevo viendo a mis artistas favoritos. Se hace la hora de dormir. Me paso entre una y dos horas viendo vídeos de ASMR que simulan caricias en la cara y masajes en el pelo. Me acaricio los brazos con las uñas. Mimos propios por simular contacto humano. Caigo rendida.

Abro los ojos.

Es 2023. Soy capaz de revivir cada detalle, tan vívidos son los recuerdos. Suena el despertador. Abro los ojos. Hora de levantarme. Las tostadas saltan. Unto la mermelada. Me ducho. Me voy, salgo ya, ¡adiós! “Salir”. Qué palabra tan bonita. 

Acerca de la autora

Merche García

¡Hola! Me llamo Merche, tengo 35 años y este es mi tercer blog. En él, subiré mis escritos con la intención de compartirlos y seguir conociendo a gente interesante en el camino. Como soy una nostálgica, he republicado algunas entradas de mis dos blogs anteriores "Punto y Oporto" (sobre viajes) y "Traducir&Co" (sobre traducción). Mira en el menú superior.

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