Foto propia

A Marina le despertaron los primeros rayos de luz que se colaban por su persiana. Cada noche la bajaba totalmente, salvo por dos rayitas en la parte superior por donde se aseguraba que entrara el sol que sustituía a su alarma. No recordaba en qué momento su cuerpo se había convertido en un reloj de costumbres tan predecible que podía confiarle a su persiana la tarea de despertarle cada mañana. Incluso si las malintencionadas nubes querían poner a prueba su plan, ya la luz le bastaba para activarla. Todo bajo control.

Marina se levantaba posando sobre el suelo primero el pie izquierdo y luego el derecho. A continuación, iniciaba su procesión de costumbres. Lo máximo que había llegado a desviarse de su rutina era, como mucho, un milímetro de distancia arriba o abajo entre ambas zapatillas. El momento que su agenda invisible marcaba como «La hora de fregar» daba el pistoletazo de salida a una maratón de conversaciones imaginarias que mantendría en el improbable caso de encontrarse con fulanito o menganita, de su pasado o de su futuro. ¿Qué le diría, si se lo encontrara, al profesor de primaria que le tachó aquel examen para el que tanto había estudiado? ¿Y a su antigua jefa, la que tanto le hizo sufrir? ¿Qué contestaría si volvían a mirarla mal los del banco? Seguro que lo harían, más valía ir preparada.

Los minutos avanzaban y el estropajo, como siempre, sufría la creciente rabia de Marina. Los vasos se sometían al frote a sabiendas de que, antes o después, ellos también se acabarían rayando. Ningún miembro de la vajilla estaba a salvo durante esos temibles 60 minutos de fregoteo matutino. Todos los presentes eran conscientes de que cada mañana sin excepción les esperaba la misma escena. ¿Cómo podía no darse cuenta ella de cómo se le aceleraba la respiración a medida que iba manteniendo estas conversaciones imaginarias?

Lo sabían los cuchillos, que temían que un desvío en la trayectoria acabara serrándole el dedo. Lo sabían las tazas, que temían acabar con el brazo roto en las crecientes garras de Marina. Lo sabía el rallador de queso, consciente de poner a prueba su paciencia en cada lavado, con lo que eso conllevaba. Todos presenciaban diariamente su apretar de dientes, su ritmo cardiaco acelerado, ese sudor repentino bajo sus axilas, ese ceño plegado ya con facilidad por donde se había plegado el día anterior a esa misma hora. Todos se daban cuenta… menos Marina.

Marina pensaba que lo tenía todo bajo control. Marina pensaba que irse a la cama siguiendo su protocolo de orden y limpieza le garantizaría una existencia exenta de altibajos. «Si no cambias nada, nada cambiará, es lógico», se decía desde aquel trágico día en el que decidió aferrarse al control como salvavidas. Ella, que todo lo premeditaba. Ella, que escenificaba cada posibilidad para ir preparada a la ocasión. Ella, que odiaba las sorpresas, no podía imaginar que se estaba acercando peligrosamente al precipicio. Solo ella no lo veía, pero, ¿quién osaría romper ese silencio sepulcral? En el pasado, ni un tajo en la mano ni un cristal clavado en su carne le habían servido como pistas. Solo la nevera se atrevía a emitir un sonido sordo constante, como a punto de pronunciar las palabras necesarias: «Busca ayuda». Marina siguió fregando hasta dejar todo limpio al cumplirse el minuto 60. Reluciente, brillante, impoluta. La cocina, impecable; la vajilla, a salvo; su cabeza, en llamas.

Acerca de la autora

Merche García

¡Hola! Me llamo Merche, tengo 35 años y este es mi tercer blog. En él, subiré mis escritos con la intención de compartirlos y seguir conociendo a gente interesante en el camino. Como soy una nostálgica, he republicado algunas entradas de mis dos blogs anteriores "Punto y Oporto" (sobre viajes) y "Traducir&Co" (sobre traducción). Mira en el menú superior.

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