Fotografía de Pablo Sánchez www.pablossanchez.com

Hace unos días me enteré de la existencia del proyecto Peace City World, que proponía la inversión de 15.000 millones de euros de unos jeques árabes para convertir Salamanca en la nueva Dubái “y asegurar así su futuro durante los próximos 1000 años”. Pasadas las risas iniciales, me intenté imaginar cómo sería un mundo en el que Salamanca no fuera lo que es y sentí que se me encogía el corazón. Ya sabía que sentir amor por una ciudad es posible (al igual que desamor: a Madrid le escribí “Madrid, tenemos que hablar” en 2017, antes de dejarla para viajar en plan nómada), pero lo volví a recordar una vez más, y también me acordé de que hace once años ya había escrito sobre una noche mágica en Salamanca en la entrada “In-traducible”.

A ver cómo lo explico. En Salamanca no soy capaz de sentirme sola. No es la ciudad que me vio nacer, pero sí crecer. Cada vez que vuelvo, lo siento como «una puesta a punto» en mis entrañas en la que Salamanca, con su presencia inmutable, se encarga de recordarme que todo está bien porque es que siempre estuvo bien. Por concretar, sentarme en Anaya es como un bálsamo, un recoloque de engranajes. Me devuelve a mis orígenes, me recuerda quién soy y de dónde vengo (combinación que a menudo ayuda con la variable «y hacia dónde voy» de la ecuación). Al fin y al cabo, este lugar lo ha presenciado todo, desde la impaciencia adolescente de cómo será mi vida en unos años hasta la respuesta actual de quién soy, personal y también profesionalmente. Fue precisamente en esta plaza donde se gestaran los inicios de mi carrera (casualmente las únicas dos facultades que hay en esta plaza son las de Filología y Traducción, las dos carreras que estudié).

Foto propia. Calle Compañía desde abajo con niebla

Salamanca me gusta en todas las estaciones del año. Las dos. En invierno me fascina el viento que te atraviesa junto a la catedral y la niebla medieval que baja por la calle Compañía. Tiene su encanto también la ausencia de primavera, con sus cambios de veinte grados el mismo día. En verano, en esos agostos eternos, asfixiantes, desérticos y silenciosos, me hipnotiza el graznido de los estorninos, el sonido de las chicharras, el amarillo pollo de los campos.

En Salamanca alcanzo un equilibrio que me permite pasear entre recuerdos sin quedarme anclada en la nostalgia. La conozco tan bien que un mismo paseo puedo recorrerla simultáneamente en dos realidades paralelas, una lo que fue («Anda, antes ahí había…») y otra lo que es («Anda, han construido un…»). Salamanca es la definición de historia y eso me ha enseñado que el pasado y el presente pueden convivir pacíficamente.

Foto propia. Calle Compañía desde arriba al atardecer

Para bien y para mal, sin embargo. Salamanca es lo contrario a los nuevos comienzos. Por un lado, en ella puedo olvidarme de la emocionante pero agotadora sensación de vagar por calles desconocidas que más adelante se convertirán en el escenario de risas, lágrimas y decisiones. Por otro, la inmutabilidad de la que hablaba antes convierte en asfixiante la visita si se alarga demasiado. Por eso a los pocos días de llegar, Salamanca ya empieza a invitarme a que me marche. A veces hay que saber irse para querer seguir volviendo. Y así aprovecho y me aseguro de seguir cogiéndola con tantas ganas durante los próximos 1000 años.

Acerca de la autora

Merche García

¡Hola! Me llamo Merche, tengo 35 años y este es mi tercer blog. En él, subiré mis escritos con la intención de compartirlos y seguir conociendo a gente interesante en el camino. Como soy una nostálgica, he republicado algunas entradas de mis dos blogs anteriores "Punto y Oporto" (sobre viajes) y "Traducir&Co" (sobre traducción). Mira en el menú superior.

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